La Vanguardia.- El marqués de la Ensenada (1702-1781) tiene buena fama como uno de los mejores gobernantes españoles del siglo XVIII. Hombre ilustrado, gran impulsor del poder naval… Tuvo, sin embargo, un lado muy siniestro: patrocinó un plan para exterminar a los gitanos.
Como político reformista, Ensenada se proponía aumentar la capacidad recaudatoria del Estado: la gente tenía que trabajar y pagar impuestos. Por eso mismo, no podía permitir la existencia de súbditos que practicaban el nomadismo y sobrevivían de negocios ambulantes que no tributaban. Los gitanos, a su juicio, constituían una “malvada raza” que no solo llevaba un estilo de vida diferente a la mayoría, también era responsable de todo tipo de hechos delictivos.
Para proceder a su eliminación, el todopoderoso ministro de Fernando VI buscó la manera de impedir que procrearan. A falta de hijos, se acabaría produciendo su extinción.
Ya en 1745, aún bajo el reinado de Felipe V, Ensenada hizo promulgar una ley que establecía la pena de muerte para todos aquellos gitanos que fuesen apresados fuera de su vecindario. Sin embargo, una cosa era dar órdenes y otra hacerlas cumplir. Muchas autoridades locales no estaban de acuerdo. Al estar más en contacto con la realidad cotidiana, sabían que muchos romaníes llevaban una vida tan sedentaria como los demás. Puesto que ese era el caso, ¿por qué había que castigarles?
El ministro, que no había previsto esta actitud tolerante, tuvo que dar marcha atrás. Como dice José Luis Gómez Urdáñez en El marqués de la Ensenada. El secretario de todo (Punto de Vista, 2021), pareció entonces que los gitanos “buenos” no iban a ser molestados. En realidad, Fernando VI se encontró con que su hombre de confianza le exponía un plan, en apariencia sin fisuras, para acabar con aquel sector de la población que le resultaba tan incómodo.
El ejército se presentaría en los pueblos donde vivieran, cerraría los puntos de retirada y procedería a efectuar detenciones masivas. En prisión, los reos estarían separados por sexos. Como hombres y mujeres no tendrían contacto entre sí, la desaparición de los gitanos solo sería cuestión de tiempo.
Para un gobierno tan católico como el español, semejante proyecto planteaba una duda moral. ¿Resultaba legítimo poner obstáculos a la institución matrimonial, de cara a impedir su objetivo, es decir, la generación de nuevos seres humanos?
El obispo de Oviedo, Gaspar Vázquez Tablada, aseguró que no se estaba efectuando ningún atentado contra los principios del cristianismo. Puesto que todos los gitanos eran sospechosos, se pudiera probar o no su culpabilidad concreta, una medida indiscriminada resultaba plenamente razonable. ¡Había que tomar precauciones!
El confesor del rey, el jesuita Rábago, también se pronunció a favor de la misma política. Dios, según dijo, iba a alegrarse “si el rey lograse extinguir esta gente”. Su único reparo, según Gómez Urdáñez, era que ello afectaba a un privilegio de la Iglesia, puesto que las víctimas dejarían de tener derecho de refugio en los templos católicos. Por lo demás, la suerte de aquellos seres humanos no le preocupaba.
Con estos avales eclesiásticos, Ensenada podía tener la conciencia tranquila. En 1749, las tropas reales efectuaron una gigantesca redada en distintos puntos de España. Apresaron a cerca de nueve mil personas. A los niños mayores de siete años se les separó sin contemplaciones de sus madres.
Los prisioneros reaccionaron de diversas maneras. En algunos lugares, como Alicante, no ofrecieron resistencia. En otros, caso de Granada o Sevilla, estallaron motines y hubo muertos.
La gran operación fue una inmensa chapuza, y por eso provocó aún más sufrimientos de los imaginables en una situación así. A los gitanos se los concentró en lugares donde no había camas ni los alimentos necesarios para subsistir. Nadie se había preocupado de consignar las partidas presupuestarias indispensables. En el gaditano Arsenal de la Carraca, por ejemplo, se amontonaron más de mil hombres a los que nadie podía dar de comer.
Las autoridades veían como la operación se les iba de las manos, a falta de una logística elemental con la que gestionar el traslado forzoso de tantas personas. La población civil, mientras tanto, ayudó en muchos casos a las víctimas a sortear la persecución. Algunas pudieron esconderse en domicilios de payos. Determinados aristócratas también prestaron ayuda.
Ensenada, pese a todo, no se rindió. Aunque había comprobado que su plan no resultaba tan factible como había imaginado, tal vez existiera otro camino. ¿Y si desterraba a todos aquellos gitanos a las tierras de América?
Existía un obstáculo legal insuperable. Felipe II y otros monarcas después de él habían prohibido que los gitanos cruzaran el Atlántico. El superministro español se encontró, pues, en un callejón sin salida. En la época del despotismo ilustrado, intentó disimular su fracaso ofreciendo el perdón a todos aquellos que habían sufrido sus decisiones. Según dijo, su intención había sido limitarse a “recoger a los perniciosos y mal inclinados”.
Aun así, no renunció a sus propósitos. Hasta su caída en desgracia, en 1754, siguió buscando el modo de lograr la desaparición del pueblo romaní. Sus palabras habían sido solo un acto de hipocresía política.
Algunos años más tarde, el conde de Aranda (1719-1798), otro político con fama de ilustrado, propuso un proyecto muy similar, aunque todavía más cruel. Donde Ensenada hablaba de separar a madres e hijos a los siete años, él proponía que la medida se aplicara nada más nacer. Así los niños gitanos nunca aprenderían a hablar su lengua, el idioma que Aranda, en su terminología despectiva, denominaba “jerigonza”.
Por suerte, la idea no encontró apoyos y no llegó a materializarse. Otro ministro, Floridablanca (1728-1808), preferiría dejar de lado la mano dura y hacer un gesto de aproximación al afirmar que los romaníes no procedían “de raíz infecta alguna”.