14 de noviembre, 2024
Infobae.- “La ciudadanía judía de Alemania, como castigo por sus crímenes abominables, tiene que hacer frente a una multa de mil millones de marcos. A propósito, debo reconocer que no me gustaría ser judío en Alemania”, dijo con brutal sinceridad Hermann Göring dos días después, cuando los camiones ya transportaban a miles de judíos hacia los campos de concentración de Dachau, Buchenwald, Mauthausen y Sachsenhausen. El ladero de Adolf Hitler se refería así a los hechos de la noche del 9 al 10 de noviembre de 1938 cuando las tropas de asalto nazis, las temibles SA, apoyadas por miles de ciudadanos fanatizados por la propaganda del Tercer Reich, se lanzaron a las calles de las principales ciudades alemanas y austríacas para, literalmente, “cazar” judíos, destruir sus casas y negocios, y saquear sus pertenencias. Y no solo eso: como decía claramente Göring, también deberían pagar los destrozos.
Esa operación planificada desde el más alto nivel del régimen nazi pasó a la historia como “la noche de los cristales rotos” (Kristallnacht, en alemán) y marcó uno de los puntos más altos y sangrientos de la escalada de Hitler contra los ciudadanos alemanes de origen judío antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial. El saldo que dejó jornada violenta fue de 96 muertos, 30.000 detenidos y luego deportados en masa, más de mil sinagogas quemadas y más de 7000 tiendas de propiedad de judíos fueron destruidas o seriamente dañadas, cuyas vidrieras destrozadas – sus cristales rotos por la furia de la turba – dieron lugar al nombre con que fue bautizado el ataque racista.
En el testimonio que brindó a un diario británico, un inglés que se encontraba ocasionalmente en Berlín describió así lo que vio esa noche: “Cuando llegamos a la sinagoga, las llamas comenzaron a elevarse desde un extremo del edificio. La multitud avanzó arrancando los asientos y la carpintería del edificio para alimentar las llamas. En una tienda judía ubicada cerca de allí, hombres y mujeres, aullando delirantes, arrojaron bloques por las ventanas y las puertas hasta que cedieron y la turba, gritando y luchando, irrumpió en el interior para saquear y robar”.
Para dar rienda suelta a la barbarie de esa noche el régimen nazi necesitaba una excusa y la encontró en un hecho aislado ocurrido dos días antes a más de mil kilómetros de Berlín. El 7 de noviembre, en París, Herschel Grynszpan, un judío polaco cuya familia vivía en Alemania, atentó contra el diplomático alemán Ernst von Rath, para protestar por las deportaciones masivas de judíos de origen polaco ordenadas por Hitler. Con cinco balazos en el cuerpo, von Rath murió la mañana del 9 de noviembre en un hospital. La consternación provocada por el atentado fue hábilmente utilizada por el ministro de Propaganda del Reich, Joseph Goebbels, para encender la mecha que hizo estallar esa misma noche la violencia contra los ciudadanos de origen judío de Alemania y Austria.