Lo que hasta ahora era solo un eslogan de Marine Le Pen, una percepción de los analistas, y un temor expresado en privado por los dirigentes de los partidos tradicionales franceses se ha traducido hoy en números reales, demasiado reales. El Frente Nacional es en este momento el primer partido de Francia en intención de voto para las elecciones europeas de mayo de 2014. Según un sondeo de IFOP para la revista Le Nouvel Observateur publicado este miércoles, si las elecciones europeas fueran hoy, la formación de extrema derecha recibiría casi uno de cada cuatro sufragios, el 24%, dos puntos por delante de la UMP, el partido de oposición de centro derecha, y cinco más que el Partido Socialista (PS), hundido en un 19%.
Las cifras son de escalofrío, pero no cuentan el dato más importante: es la primera vez en la historia de Francia que el Frente Nacional, el partido neofascista fundado en 1972 por Jean-Marie Le Pen, un paracaidista filonazi que combatió en las guerras de Argelia e Indochina, aparece en cabeza en un sondeo referido a una elección de nivel nacional.
La labor de renovación estética e ideológica desarrollada por Marine Le Pen, hija del fundador, desde que accedió a la presidencia del partido en enero de 2011, ha logrado en solo dos años lo que su padre nunca consiguió: situarse a la vez por delante de los socialistas y de la derecha exgaullista.
El sondeo confirma lo que muchos especialistas venían advirtiendo en los últimos meses, que el Frente Nacional ha dejado de ser un partido marginal, una especie de grupo salvaje y apestado, para colocarse poco a poco en pleno centro del juego político. Esa constatación explica además los extraños movimientos realizados por los dos grandes partidos en las últimas semanas, sobre todo las palabras pronunciadas por Manuel Valls, ministro del Interior, contra los gitanos europeos que “no quieren integrarse”, y su anuncio de que Francia se opondrá a la entrada de Bulgaria y Rumanía en el espacio Schengen, que suscitaron una enorme polémica en la izquierda pero que no han sido corregidas por el presidente, François Hollande.
El cambio de discurso del Gobierno ha contribuido sin duda a la legitimación progresiva de las tesis xenófobas y, por tanto, del ideario del Frente Nacional, aunque ese fenómeno se pudo advertir netamente en la campaña presidencial de 2012, cuando Nicolas Sarkozy copió sin el menor rubor distintos puntos del programa electoral de la extrema derecha para intentar —y conseguir— reducir la distancia que le separaba de Hollande.
El auge del Frente Nacional se ha ido haciendo más patente a medida que los socialistas se han revelado incapaces de mejorar las cifras de paro y de atenuar la sensación de desamparo ante la Globalización y de antieuropeísmo que atenaza a muchos franceses. Al aplicar casi al pie de la letra, aunque a un ritmo mucho más suave que el adoptado por países como España, las reformas y medidas económicas neoliberales impuestas por los poderes financieros, por Berlín y por Bruselas —a las que se opone totalmente Le Pen, en su nuevo rol de líder antisistema—, Hollande y la mayoría socialista han perdido no solo el apoyo de la izquierda radical y de muchos ecologistas, sino gran parte del mandato electoral recibido en las urnas de las presidenciales y las legislativas. Y la única reacción visible ha consistido en lanzar a Manuel Valls al mercadeo de los votos, renunciando a la tradición humanista del partido y alentando el miedo al colectivo más débil y precario, los 20.000 romaníes que se buscan la vida en Francia, la mitad de los cuales son niños.