Alemania recuerda Solingen, el atentado neonazi contra la inmigración turca que marcó al país hace 30 años.

El Periódico/Marina Ferrer.- «No podemos cerrar los ojos o pensar que son actos solitarios ni aislados. Hay unas estructuras y una ideología que no deben ser ignoradas», proclamó el presidente alemán, Frank Walter Steinmeier, ante el 30 aniversario del atentado ultraderechista de Solingen. «El terrorismo ultraderechista existía antes de Solingen y persistió después. Hay una continuidad en la violencia racista y ultraderechista», prosiguió Steinmeier, en el acto celebrado en esa ciudad renana, donde murieron cinco turcas y que conmocionó a un país políticamente absorto en frenar la llegada de refugiados, en esos momentos procedentes de los Balcanes.

La noche del 28 a 29 de mayo de 1993, el festivo de Pentecontés en toda Alemania, murieron entre las llamas de una vivienda de la Wernestrasse, número 81, de Solingen dos mujeres de 27 y 18 años y tres niñas de 12, 9 y 4 años. Otros 17 habitantes sufrieron heridas y quemaduras, entre ellas un bebé de seis meses. Todos ellos eran miembros de la familia Genc, una de tantas familias de inmigrantes turcos de la populosa región de Renania del Norte-Westfalia.


Unos días después detuvieron a cuatro neonazis, uno de ellos vecino de los Genc, por lo que a todas luces había sido un atentado incendiario. Habían vertido gasolina en varios puntos de la casa, mientras la familia dormía. Solo uno de los detenidos era mayor de edad –Markus Gartmann, de 23 años–. Los otros tenían alrededor de 16 años. Frecuentaban una escuela de artes marciales y formaban parte de los llamados círculos neonazis. Markus eran un grandullón procedente de una familia desestructurada; el más joven, Felix, había crecido en un hogar acomodado, hijo de un matrimonio de concienciados antinucleares.

Versiones contradictorias


Los supervivientes entre los Genc y los acusados se reencontraron un año después en la Audiencia de Düsseldorf, con el inicio de un juicio que se abrió escindido entre versiones contradictorias. Markus pretendió primero que había actuado solo, luego implicó al resto y finalmente otro acusado confesó, mientras los dos otros persistían en su inocencia. Casi otro año y medio se demoró la sentencia: 15 años de cárcel para el mayor de edad y 10 para los otros tres. En todo ese tiempo, asistió a las vistas tanto la madre de las víctimas, Mevlude Genc, como uno de los supervivientes, Bekir, un muchacho de la edad de los acusados. Llevaba el rostro cubierto por una máscara ortopédica que cubría sus quemaduras. Entre el atentado y hasta después del juicio fue sometido a una treintena de operaciones y transplantes.

Mevlude Genc se convirtió con el tiempo en símbolo de la reconciliación desde el dolor que desgarró su existencia. Recibió la Cruz del Mérito Federal por su incansable labor reclamando la calma. Fue hasta su muerte, en 2022, el rostro y la voz de la concordia, mientras que para parte de la comunidad de germano-turcos –actualmente, 3,5 millones de ciudadanos– Solingen marcó un antes y un después en las relaciones con Alemania.

Los días y semanas posteriores al atentado neonazi estalló la ira entre el colectivo de inmigrantes más laborioso del país. Hubo manifestaciones presididas por pancartas con frases como «No dejaremos que nos queméis vivos como a los judíos». Se generaron disturbios y encontronazos con los antidisturbios, mientras desde el ámbito político se advertía contra los desmanes.


Solingen no fue el primero ni menos aún el último atentado neonazi de la Alemania reciente. Seguía a los violentos disturbios de Rostock, en el este, donde durante semanas grupos de ultraderechistas y ciudadanos dichos corrientes asediaron y finalmente incendiaron bloques de viviendas del extrarradio habitadas por vietnamitas y otros extranjeros. El precedente inmediato de Solingen fue el incendio asimismo provocado por neonazis en otra casa de una familia turca, en la ciudad renana de Mölln, en noviembre de 1992, donde murieron tres mujeres.

El atentado de Solingen ocurrió apenas unos días después del cerrojazo dado por el entonces Gobierno del conservador Helmut Kohl a la ley de asilo, ante la primera gran ola de refugiados llegados a Alemania huyendo de la guerra de los Balcanes. «El barco esté lleno», fue la consigna dada entonces por buena por Kohl, con el consenso de sus socios liberales y de la oposición socialdemócrata.